El griterío. Los chillidos. Las peleas. Había llegado al límite y me puse a contarle mis penas a mi madre a borbotones. “¿Cómo puedo hacer que compartan como lo hacíamos nosotros cuando niños” -le supliqué. Su respuesta fue una risa. “Muchas gracias, mamá” -le dije. “Perdona,” -me contestó con una risita- “pero ustedes no siempre compartieron”. Y comenzó a explicarme acerca de la “caja de los juguetes de la mala conducta”. Cada vez que peleábamos por un juguete, ella venía y tranquilamente nos lo quitaba y lo ponía en esa caja. Sí, recordaba esa caja. También recuerdo que no siempre era justo porque solamente uno de nosotros podría ser el responsable de todo el problema. Pero mi madre era consecuente. Sin importar la razón de la pelea, el juguete desaparecía en la caja durante una semana. Sin preguntas, sin oportunidad de hablar.

Pronto aprendimos que era mejor compartir un juguete en lugar de perderlo. A menudo, uno prefería esperar un poco hasta que nadie más estuviera jugando con ese juguete en lugar de pelear y perderlo. No era un sistema perfecto, pero lo intenté de todas formas.

La caja fue un golpe para mis hijos; los primeros días estaba casi llena. A medida que pasaban las semanas, comencé a notar cómo la caja cada vez estaba más vacía y cómo discutían menos. Hoy es música para mis oídos cuando escucho a mi hijo decirle a su hermana: “Está bien, puedes jugar con él”.