El ritual era el mismo todas las semanas. Ambos saltábamos del automóvil y corríamos a dar un gran abrazo a nuestra abuela justo antes de que nos invitara a entrar donde nos esperaban las galletas recién horneadas. Mi abuelo siempre se quedaba en el estudio esperándonos. Cuando entrábamos, era mágico. Nos sentábamos durante horas a escuchar sus historias mientras la abuela nos traía galletas y leche hasta que ya no podíamos comer más. La mayoría de sus historias eran sobre la guerra. Historias asombrosas acerca del valor, el coraje, la nobleza y la gentileza. Hablaba acerca de hombres que no había visto en más de cuarenta años, hombres que reconocería si los viera entonces, hombres a los que todavía podía llamar hermanos. Siempre miraba a Dave a los ojos y le decía que tenía el mismo corazón que tenían esos hombres. Ponía su mano en mi cabeza y me explicaba cuánta fortaleza le había dado mi abuela durante esos tiempos difíciles y cuánta fortaleza yo le daba a otros en la misma manera. “El amor es una cosa poderosa” -nos decía. Y tenía razón.
Todos los 4 de julio nos parábamos fuera de la casa mientras él izaba la bandera. Siempre se sacaba el sombrero y se lo pasaba a Davey quien lo sostenía sobre su corazón tal como le habían enseñado. Mirábamos juntos hacia la bandera recordando las historias y pensando en todo lo que esto significaba. Ver su rostro cuando desdoblaba la bandera es algo que jamás podré olvidar. La única lágrima que corría por su mejilla a medida que afloraban los recuerdos, siempre era suficiente para hacerme llorar. Él vio una causa genuina y arriesgó su vida para pelear por esa causa. Este sacrificio me enseñó una de las mayores lecciones que he aprendido. “Respétate a ti mismo, respeta a los demás y sobre todo, respeta tus creencias.”